lunes, 18 de agosto de 2008

Remedio


De sus agujeros caían gusanos que marcaban su paso por la casa, sus quejidos no se percibían por la fuerza con que los emitía, si no por el hedor de su aliento. Me estaba compartiendo su dolor y en ese acto nos volvíamos uno. Mi envase no podía resistir el llanto de vida que moría en ambos. El sufrimiento caía como granos aletargados de un reloj de arena. Dolía, quebraba y desgarraba mi contenido que agonizaba a su par.
El recuerdo de su mirada, fiel reflejo de la mía, pedía clemencia y añoraba longevidad. Ese último instante frente a su cuerpo desplomado, se incrustó en mis pupilas y no me permitió dormir.
Por la mañana el timbre me sacudió, como el impacto de bala que perforó su cabeza, del susto volqué la leche. Fui a abrir la puerta. Recibí a mi hija, quien apresurada me dejó una bolsa y prometió volver más tarde, un más tarde que puede ser mañana o cuando el tiempo apremie para volver o para discar. Entiendo que, cuando hay vida el tiempo escasea.
Volví a la cocina y el blanco líquido seguía esparciéndose por la mesa, me parecía ver la sangre de mi compañero. Paré de pensar un momento y revisé la encomienda traída, los remedios oncológicos borraban la idea de que alguien, con la misma misericordia que la mía, apriete el gatillo y mate a esa otra parte de mi vida que todavía sufre.